Las dos leyes de la evolución social de Smith.
La ley de la acumulación
La ley de la población
¿Qué es lo que empuja a la sociedad hacia esa multiplicación
maravillosa de riquezas y de bienes? En parte es el mecanismo del mercado
mismo, porque el mercado apareja las facultades creadoras del hombre, situándolas
dentro de un medio que lo estimula, lo obliga, incluso, a inventar, a innovar,
a expansionarse, a correr riesgos. Pero detrás de la actividad inquieta del
mercado existen otras presiones más fundamentales. En realidad, Smith ve leyes
de evolución muy profundas que impulsan al sistema de una espiral ascendente de
productividad.
La ley de acumulación.
Recordemos que Adam Smith vivió en una época en que el nuevo
capitalista industrial podía realizar, y realizaba, una fortuna con sus
inversiones. Richard Arkwright, aprendiz de barbero cuando muchacho, murió el
año 1792, dejando bienes por valor de medio millón de libras. Samuel Walker,
que puso en marcha una herrería en una vieja tienda de clavos en Rotherham,
dejó en aquel mismo lugar unas fundiciones de acero valuadas en 200.000 libras.
Josiah Wedgwood, que iba y venía por su fábrica de porcelana con su pata de
palo, gritando, siempre que observaba alguna negligencia en el trabajo: «Jos.
Wedgwood no pasa por esto», dejó una fortuna de 240.000 libras y muchas
propiedades agrícolas. La revolución industrial, en sus primeras etapas,
proporcionaba una verdadera arrebatiña de riquezas a quien era lo bastante
rápido, lo bastante agudo y lo bastante diestro para navegar a favor de su
corriente.
El objetivo de la gran mayoría de los nacientes capitalistas era,
ante todo, sobre todo y siempre, acumular ganancias. En los comienzos del siglo
XIX se recaudaron en la ciudad de Manchester 2.500 libras para fundar escuelas
dominicales. La suma total con que contribuyeron a tan noble propósito las
hilanderías de algodón -que eran las que mayor número de obreros tenían en el
distrito- no pasó de 90 libras. La joven aristocracia industrial tenía otras
cosas más útiles en que invertir su dinero que el contribuir a obras de caridad
improductivas: tenía que acumular riqueza, y Adam Smith suscribía calurosamente
ese empeño. ¡Ay del que no acumulaba! Y por lo que respecta a quien merma su
capital..., «como aquel que invierte las rentas de alguna fundación piadosa
dedicándolas a usos profanos, paga los salarios de la holganza con fondos que
la frugalidad de sus antepasados había, como si dijéramos, consagrado al
sostenimiento de la industria».
Mas Adam Smith no defendía la acumulación por
el simple hecho de acumular. El era, a fin de cuentas, un filósofo, y
experimentaba el desdén del filósofo hacia la vanidad de las riquezas. Pero
Smith veía en la acumulación de capital un beneficio inmenso para la sociedad.
El capital -si era empleado en maquinaria- proporcionaba aquella maravillosa
división del trabajo que multiplicaba la energía productiva del hombre. Por
eso, la acumulación se convierte en otra de las espadas de doble filo de Adam
Smith: es una vez más el afán de lucro personal, que redunda en la prosperidad
de la comunidad. A Smith no le preocupa el problema con que tendrán que
enfrentarse los economistas del siglo XX, o sea: ¿sabrán las acumulaciones
privadas hallar el camino de vuelta y proporcionar más empleo? Para Adam Smith
el mundo es capaz de un progreso indefinido, y los únicos límites del mercado
son los de su alcance geográfico. Acumulad, y el mundo se beneficiará, dice
Smith. Desde luego, en la atmósfera vigorosa de su tiempo no se advertía ningún
síntoma de falta de inclinación para acumular, por parte de aquellos que se
hallaban en situación de hacerlo.
Pero -y aquí está la dificultad- la acumulación habría llevado muy
pronto a una situación en la que sería imposible seguir acumulando. Porque
acumular equivalía a una mayor cantidad de maquinaria, y una mayor cantidad de
maquinaria equivalía a una demanda mayor de trabajadores. Y esta última
conduciría, más pronto o más tarde, a salarios cada vez mayores, con lo que
llegaría un momento en que desaparecerían los beneficios, fuente de toda acumulación.
¿Hay alguna manera de saltar esta valla?
Puede salvarse mediante la segunda gran ley del sistema:
La ley de
la población.
Para Adam Smith era cosa posible el «producir» trabajadores, de
acuerdo con la demanda de mano de obra, lo mismo que cualquier otro artículo.
Siendo altos los salarios, el número de trabajadores se multiplicaría; si los
salarios bajaban, el número de miembros; de la clase obrera disminuiría.
No se trata de una idea tan ingenua como a primera vista parece.
En la época de Adam Smith la mortalidad infantil, entre las clases más bajas de
la sociedad, era tan grande que hoy produce estupor. El propio Adam Smith dice:
«No es infrecuente, en las tierras altas de Escocia, el que a una madre que ha
tenido veinte hijos sólo le queden dos con vida.» En muchos lugares de
Inglaterra la mitad de los niños fallecían antes de cumplir los cuatro años, y
casi en todas partes la mitad de los niños no sobrevivían a los nueve o diez
años. La insuficiente alimentación, las malas condiciones de vida, el frío y
las enfermedades se cobraban un tributo horrendo entre las clases más pobres.
Por esa razón, aunque los salarios más elevados hubiesen afectado muy poco a la
cifra de nacimientos, cabía esperar que ejerciesen una gran influencia en el
número de niños que llegarían con vida a la edad de trabajar.
De modo, pues, que el primer efecto de la acumulación sería elevar
los salarios de las clases trabajadoras, trayendo de ese modo un aumento en el
número de trabajadores. Y entonces entra en juego el mecanismo del mercado otra
vez. De la misma manera que los precios altos traerán como consecuencia una
producción mayor de guantes, y ésta, a su vez, abaratará sus precios, también
los salarios altos proporcionarán un número mayor de obreros, y el aumento en
el número de éstos ejercerá un notable descenso en el nivel de sus salarios. La
población, lo mismo que la producción de guantes, es una enfermedad que se cura
a sí misma por lo que a los salarios se refiere.
Esto equivalía a decir que la acumulación podía seguir adelante
sin tropiezo. El alza de salarios que aquélla trae como consecuencia y que
amenaza con hacer improductivas las nuevas acumulaciones, se ve corregida por
el aumento de la población. La acumulación conduce a su propio aniquilamiento,
pero el remedio llega en el instante preciso. El obstáculo de los salarios más
elevados desaparece, gracias al crecimiento de la población que esos mismos
salarios altos han hecho posible. Hay algo de fascinador en este inmenso
proceso automático de agravación y cura, de estímulo y de reacción, en el que
cada uno de los factores parece que va a conducir al sistema a su ruina, siendo
así que él mismo va trabajando astutamente, a fin de crear las condiciones
necesarias para su recuperación.
Fijémonos ahora en que Adam Smith ha construido para la sociedad
una inmensa cadena sin fin. La sociedad se ve lanzada en una marcha ascendente,
con la misma regularidad e inevitabilidad que una serie de proposiciones
matemáticas enlazadas entre sí. Desde cualquier punto de arranque el mecanismo
del mercado procede por tanteos, primero a igualar los beneficios del trabajo y
del capital en todos sus distintos empleos; cuida, luego, de que las mercancías
que tienen demanda sean producidas en cantidades convenientes, y asegura, por
último, de que los precios de esos artículos bajen constantemente, en virtud de
la competencia, hacia sus costes de producción. Pero, aparte de esto, la
sociedad es dinámica. Desde su mismo punto de arranque tendrá lugar una
acumulación de riqueza, y esa acumulación traerá mayores facilidades para la
producción y una mayor división del trabajo. Hasta ahí todo va bien. Pero la
acumulación traerá también, como consecuencia, el aumento de los salarios, a
medida que los capitalistas busquen obreros para hacer funcionar las nuevas
fábricas. Y conforme suben los salarios, las nuevas acumulaciones se hacen
improductivas. El sistema parece que va a iniciar un descenso. Pero los
trabajadores habrán empleado ya sus salarios más elevados en criar a sus hijos
al ser la mortalidad menor. La consecuencia será una abundancia mayor de mano
de obra. Al crecer la población, la competencia que se establecerá entre los
obreros volverá a presionar hacia abajo los salarios. Se reanudará entonces la
acumulación y empezará una nueva espiral en el ascenso de la sociedad.
No es un ciclo económico lo que Adam Smith nos describe. Es un
proceso a largo plazo, una evolución secular. Y ese proceso es de una certeza
asombrosa. Todo está inexorablemente determinado por el eslabón anterior, a
condición de que nadie trate de perturbar el mecanismo del mercado. Se ha
montado una maquinaria inmensa de efectos recíprocos, y dentro de ella está la
sociedad toda. Únicamente los gustos del público -que son la guía de los
productores- y los verdaderos recursos físicos de la nación quedan fuera de la
cadena de causa y efecto.
Téngase presente, además, que lo que se prevé es un estado de
cosas en constante mejoramiento. Sin duda alguna la elevación en la cifra de
población trabajadora forzará siempre los salarios hacia abajo, en dirección al
nivel de pura subsistencia. Pero decir en dirección
a no es lo mismo que decir hasta; mientras prosiga el proceso
acumulativo -y Smith no ve razón alguna para que se detenga-, la sociedad
tendrá una oportunidad virtualmente ilimitada de mejorar sus condiciones de
vida. Smith no quiso dar a entender con ello que este mundo nuestro es el mejor
de todos los mundos posibles. Había leído el Candide, de Voltaire, y él no era un doctor
Pangloss. Pero no existía razón para que el mundo no se moviese hacia el mejoramiento y el progreso.
Más aún: era inevitable el progreso, a condición de que dejara al mecanismo del
mercado funcionar por sí mismo, junto con las grandes leyes de la sociedad.
A la larga, mucho más allá del horizonte, podía vislumbrarse
exactamente el destino final de la sociedad. Para cuando se llegase a él ya
habría subido considerablemente el nivel «natural» de los salarios..., porque
Smith daba por supuesto que los salarios básicos de subsistencia constituían un
fenómeno sociológico y no una feroz realidad animal. También el terrateniente
habría salido beneficiado, porque la población sería numerosa y presionaría
sobre lo que, después de todo, constituye un fondo de tierra fijo y otorgado
por Dios. Sólo al capitalista le esperaba un porvenir difícil; como las
riquezas se habrían multiplicado hasta casi más allá de todo cálculo, el
capitalista recibiría el salario de la gerencia por él ejercida, pero toda
ganancia se reduciría a eso; vendría a ser una persona que tendría que trabajar
de firme, muy bien remunerada por su trabajo, pero no sería, desde luego,
espléndidamente rico. Sería el suyo un extraño paraíso de mucho trabajo, mucha
riqueza auténtica y pocos ocios.
Pero el camino hacia ese punto final de descanso de la sociedad
era largo, y mucho lo que aún quedaba por hacer entre el mundo de Adam Smith y
aquel último campamento de llegada, y no valía la pena perder tiempo en
detallarlo. La riqueza de las
naciones es un programa de
acción y no un plano para la utopía.
Aunque resulte bastante extraño, lo cierto es que el libro no
encontró aceptación de inmediato. Charles James Fox, que era el hombre más
poderoso del Parlamento, lo ridiculizó, y transcurrieron ocho años antes que
alguien citase el libro en los Comunes. Cuando llegó la hora de reconocer sus
méritos, ese reconocimiento advino de donde menos se esperaba. Los incipientes
capitalistas -y no perdamos de vista que esta clase ruda y advenediza de
trepadores no se sentía embarazada por las ideas del siglo XX sobre la igualdad
y justicia económica descubrieron en el libro de Smith la justificación teórica
perfecta de su oposición a la legislación sobre fábricas. El hecho de que Smith
había escrito sobre «la rapacidad ruin, el espíritu monopolista de los
mercaderes y de los fabricantes», y que había dicho también que «ni unos ni
otros son, ni deben ser, los que gobiernen al género humano», se dio por
ignorado enteramente, para propiciar la gran tesis que Smith había sacado de
sus investigaciones: dejad
solo al mercado.
Lo que Smith había querido decir con ello era una cosa, y lo que
sus proponentes le hacían decir era otra. Cual ya hemos explicado, Smith no era
el abogado de ninguna clase social, sino un esclavo de su sistema. Todo su
sistema económico brotaba de su fe indudable en la capacidad del mercado para
conducir al sistema hasta el punto de su mayor rendimiento. El mercado -esa
maravillosa máquina social- cuidaría de las necesidades de la sociedad, a condición de que se le dejase
solo, en paz, para que las
leyes de la evolución pudieran conducir a la sociedad hacia su recompensa
prometida. Smith no estaba ni en contra del trabajo ni en contra del capital;
si alguna preferencia tenía, era en favor del consumidor. «El consumo
constituye la finalidad y el designio únicos de toda la producción», escribió,
y luego pasó a censurar los sistemas que colocaban el interés del productor por
encima del interés del público consumidor.
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